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Revista Digital de El Quinto Hombre
El paciente BW [Binkofski y Block, 1996] se encontraba conduciendo su coche una mañana cuando notó que la realidad se aceleraba a su alrededor. En apenas un instante observó cómo los árboles y los edificios comenzaban a moverse al otro lado de las ventanillas como si estuviera conduciendo a 300 kilómetros por hora, así que levantó el pie del acelerador y detuvo inmediatamente el vehículo a un lado de la carretera.
Unos segundos después, aún aturdido, BW levantó la vista del volante y descubrió que la sensación no había terminado: el mundo seguía moviéndose a una velocidad vertiginosa.
Los médicos que le atendieron comprobaron que, además de percibir que el tiempo transcurría más deprisa, el paciente BW había ralentizado notablemente sus movimientos y caminaba y hablaba como si lo hiciera a cámara lenta. Su distorsión del sentido temporal alcanzaba tal extremo que cuando le pedían que contara 60 segundos en voz alta BW tardaba hasta 286 segundos en completar la tarea.
El problema del paciente BW, tal y como se constató después, estaba provocado por un tumor en el córtex frontal, capaz de alterar su sensación del tiempo de una forma dramática. Y su caso dejaba en el aire una cuestión en la que los neurocientíficos siguen trabajando hoy día: cómo controla el cerebro la sensación del tiempo y hasta qué punto es posible manipularla.
La segunda parte de la pregunta tiene mucho que ver con lo descubierto hace unas semanas por científicos del Instituto de Neurología del University College de Londres. Este equipo de investigadores ha conseguido ralentizar la velocidad de respuesta del cerebro de sus voluntarios mediante la alteración de las ondas cerebrales. Aplicando una leve descarga eléctrica, los científicos consiguieron alterar las ondas beta en el cerebro de los 14 voluntarios y reducir la velocidad de respuesta muscular de los participantes en un 10%. Un experimento similar permitió recientemente a investigadores del MIT hacer lo contrario, pero esta vez con monos: aceleraron la velocidad de percepción de los simios a través de la manipulación de sus ondas cerebrales.
Pero la realidad de cómo construye el cerebro el sentido del tiempo no está todavía nada clara.
Un interesantísimo artículo publicado por New Scientist en octubre (Timewarp: How your brain creates the fourth dimension) relata la investigación que lleva a cabo desde hace años el doctor David Eagleman, del Colegio Baylor de Medicina en Houston, Texas. Eagleman se cayó de niño y experimentó que durante la caída el tiempo se había ‘ralentizado’ de alguna manera, y desde entonces su obsesión es encontrar la razón por la que el cerebro hace que recordemos algunas experiencias traumáticas como si sucedieran a cámara lenta.
Sus experimentos con gente que se tira en puenting y trata de registrar datos imperceptibles en condiciones ‘normales’ no han dado muchos resultados, pero sus trabajos y los de otros investigadores apuntan a que, por una limitación neuronal, nuestro cerebro no percibe la realidad de manera continua sino a través de una serie de “fotogramas”. Y es ese número de “fotogramas” el que podría verse alterado en determinadas circunstancias. De este modo, si el cerebro se pone a trabajar a toda máquina en un momento de tensión, nuestra memoria nos produce la sensación a posteriori de que todo duró mucho más puesto que retiene más detalles de los que recordaríamos sobre cualquier otro instante de nuestras vidas.
Velocidad, percepción y conciencia
La otra cara de la moneda de la percepción del tiempo es la velocidad con la que percibimos la realidad. Algunos científicos manejan desde hace tiempo la hipótesis de que vivimos en una especie de playback, un presente falseado por el retraso con el que nuestra mente responde a la realidad y las limitaciones de nuestro ‘cableado’ neuronal.
Los límites de la respuesta neuronal se conocen desde mediados del siglo XIX, cuando el médico alemán Hermann von Helmholtz comprobó que nuestro cuerpo responde más despacio a un estímulo en la punta del pie que a un estímulo en la espalda debido a la longitud de los nervios y el tiempo que tarda la señal eléctrica en recorrer la distancia.
Desde la famosa décima de segundo hasta el medio segundo de Benjamin Líbet, son varias las teorías sobre el tiempo en que nuestro cerebro tarda en adquirir conciencia de lo que sucede a nuestro alrededor.
En otro artículo imprescindible, publicado en Discover Magazine hace unos días, (The Brain. What Is the Speed of Thought?) el periodista y divulgador Carl Zimmer explica que la velocidad de las conexiones neuronales depende de dos factores: la cantidad de mielina que contienen y el grosor de las conducciones. Así, por ejemplo, los nervios más eficientes pueden trasladar un impulso a casi 300 kilómetros por hora mientras que los más lentos mandan señales a menos de 1 kilómetro por hora.
Si todos nuestras conducciones nerviosas tuvieran el grosor de los más importantes serían infinitamente más rápidas pero, con este tamaño, asegura la investigadora Sam Wang en el artículo, “tendríamos un cerebro que no nos cabría por las puertas”, y que consumiría una cantidad desproporcionada de energía.
En realidad, nuestro sistema nervioso es mucho más complejo que todo eso y su exactitud, después de millones de años de evolución, resulta escalofriante. En algunas zonas los nervios son más o menos largos, o más o menos rápidos, en función de las necesidades. Los nervios del centro de la retina, por ejemplo, son mucho más cortos que los de los extremos, de forma que la señal salga hacia el nervio óptico al mismo tiempo. Y en otras zonas el cuerpo la cantidad de mielina varía con el mismo objetivo.
En conjunto, parece que ese retraso permite una coordinación de las señales que es clave para el funcionamiento del cerebro. Una vez que lo alcanzan, todos los impulsos eléctricos trasmitidos a través de las neuronas se las arreglan para llegar a la vez al tálamo, el lugar donde se centralizan. Si todas las señales llegaran a su tiempo, concluye Zimmer, el cerebro no encontraría la manera de interpretarlo y tomar decisiones. De modo que el retraso de nuestras percepciones, esa décima de segundo que tardamos en interpretar lo que sucede, puede ser la clave de la conciencia y el motivo por el que los estímulos cobran algún sentido.
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