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Revista Digital de El Quinto Hombre
MAS ALLA DE LA MUERTE
Una niña salió desde su tumba para salvar la vida de su madre.
El doctor Weir Mitchell, un conocido médico norteamericano
que vivió en Filadelfia y falleció en esa ciudad hace unas décadas, acostumbraba
a relatar en rueda de amigos un singular incidente que le aconteció una
memorable noche invernal.
He aquí la historia cuya explicación sólo puede encontrarse en los brumosos
dominios de la parapsicología:
Aquel día había sido para
el Dr. Mitchell una jornada de trabajo agotador y el viejo médico no veía
la hora de irse a descansar. El último paciente dejó por fin el consultorio
alrededor de las 22.30 horas. Mitchell guardó el estetoscopio, apagó las
luces de la salita de espera y se dirigió a la cocina para servirse su
acostumbrado vaso de leche caliente.
Corría el mes de diciembre y afuera la nieve lo había tapizado todo
de blanco dejando el aire helado y las calles desiertas.
El médico, que era soltero, vivía en esa casona son más compañía
que sus pipas y los libros que desordenadamente se encontraban dispersos
por todos los rincones de los aposentos.
Con un bostezo que no pudo reprimir se dirigió a la puerta cancel,
la cerró con llave, apagó las luces que aún quedaban encendidas y subió
pesadamente las escaleras hacia el dormitorio.
Se hallaba disfrutando del calor de la cama y de su mejor pipa,
enfrascado en la lectura del último número del Scientific
American cuando escuchó o creyó escuchar el timbre.
En realidad estaba tan cómodo que es posible que prefiriera hacerse
el desentendido y no contestarlo. Sin embargo luego de una breve pausa
la campanilla volvió a sonar y esta vez con clara insistencia.
El deber prevaleció sobre el cansancio y la fatiga. Dejó la cama,
se puso la bata de dormir y bajó precipitadamente para recibir a su inoportuno
visitante.
Abrió la puerta y se encontró frente a frente con una niña de unos
once años a la cual no había visto jamás en su vida. La criatura estaba
humildemente vestida. Tenía un raído conjunto de lana color mostaza un
chal marrón le cubría los hombros y calzaba unos zapatos sucios y muy
gastados.
Con semejante noche la criatura no llevaba un tapado para protegerse
del intenso frío reinante, aunque a decir verdad se comportaba como si
la inclemencia del tiempo no la afectara.
El Dr. Mitchell observó aquel frágil cuerpecito, la extrema palidez
del rostro enjuto y la singular profundidad de sus ojos azules cuyo brillo
resaltaba en el marco de las ojeras pronunciadas y enfermizas. El viejo
galeno dedujo que la niña venía probablemente del sector más humilde del
barrio ubicado a unas pocas cuadras de su casa.
-
¿No quieres pasar? - le dijo cariñosamente, invitándola a entrar.
La pequeña accedió y el médico cerró la puerta tras ella.
-
Mi madre está gravemente enferma - dijo con cierta brusquedad
la criatura - Necesita que usted la vea ahora mismo. Acompáñeme, se lo
suplico.
Indeciso todavía, el Dr. Mitchell
le preguntó: ¿Dime, querida, no tiene tu familia un médico de cabecera
a quien recurrir en este caso?
La pequeña sacudió negativamente la cabeza y agregó con desesperación;
- No tenemos a nadie, doctor, y mi madre está muy enferma. Venga conmigo,
por favor.
Algo había en la voz de la niña, que sumado a las lágrimas que pugnaban
por brotar de sus extraños ojos, emocionó profundamente al viejo solterón
curtido por el dolor y la muerte.
Minutos más tarde los dos se encontraban caminando por las calles
cubiertas de nieve y en medio de un silencio sepulcral.
La pequeña, que no había cruzado palabra con el médico desde que
saliera del consultorio, iba delante guiando el camino. El doctor seguía
a su singular acompañante como un autómata. Por fin ambos doblaron por
un sendero empinado que desembocaba en una modesta casa de inquilinato
de varios pisos. La criatura se dirigió decididamente a uno de los departamentos
de la planta baja. Abrió la puerta con suavidad y se hizo a un lado para
dejar pasar al médico.
Mitchell traspuso un pequeño hall débilmente iluminado e ingresó
así a la única habitación de la sórdida vivienda. Fue entonces testigo
de un cuadro de dramática pobreza. La pieza estaba prácticamente vacía.
En un rincón se hallaba una desvencijada cómoda; a un costado un ropero
con las puertas abiertas que parecía querer caerse a pedazos y en el suelo
una vieja estufa de hierro apagada. En medio de esa desolación la cama
de bronce, donde yacía una mujer de mediana edad prematuramente envejecida.
Ningún otro mueble o adorno, ni siquiera una miserable silla para sentarse
en ese ambiente helado y triste.
El médico examinó a la paciente. La niña no había mentido, la mujer,
que se encontraba medio inconsciente en el sopor de la fiebre, tenía pulmonía.
Mitchell decidió medicarla de emergencia, abrigarla mejor y volver al
día siguiente con mantas, alimentos y otros remedios para continuar el
tratamiento. Entretanto la enferma entreabrió los ojos y le sonrió débilmente.
Por el momento Mitchell consideró que lo mejor sería tratar de encender
la estufa pues la pobre no podía pasar la noche en aquella heladera. Instintivamente
buscó a la niña a la cual, dicho sea de paso, no había visto desde su
llegada a la casilla.
Su mirada cayó casualmente en la puerta abierta del ropero, en cuyo
interior pudo ver las ropas colgadas de la criatura. En efecto, allí estaban
el chal, el conjunto mostaza e inclusive los zapatos. El médico estaba
verdaderamente intrigado pues no entendía en que momento la niña había
podido cambiarse sin que él que había pasado todo el tiempo en el dormitorio
lo advirtiera.
Movido por una extraña y compulsiva curiosidad se acercó al ropero
y tocó todas las ropas y luego los zapatos. Con gran sorpresa comprobó
que todo estaba completamente seco como si jamás hubiera sido usado.
-
Esas son las cosas de mi hija, doctor - alcanzó a balbucear
desde la cama la mujer que lo observaba presa de una repentina agitación.
-
Sí, sí lo se - contestó Mitchell desconcertado - Pero, dónde
está ahora su hija. Tengo que hablar con ella - agregó impaciente.
Se hizo un largo silencio.
Lentamente la madre se incorporó del lecho y bañada por el llanto, con
la voz entrecortada por la emoción, replicó - Usted quiere hablarle.....
pero eso es imposible, doctor...... mi hijita murió hace ya dos meses......
Weir Mitchell - Médico notable
y famoso. Fue Presidente de la Academia Nacional de Medicina de su país
y de la Sociedad Neurológica de los Estados Unidos.
El Quinto Hombre
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